Viajaba absorto en mi música y el paisaje cuando noté que a mi derecha se desarrollaba una escena de carterazos y gritos. Una señora de cabello corto y uñas largas hundía sus manos en los bolsillos de una chica. Todos la observaban, algunos interesados y otros simplemente indiferentes, como quien contempla los comerciales que ya conoce en la mitad de una película.
Me quité los audífonos y decidí mirar lo que pasaba -quizás porque en algún punto hay que salir del letargo y abrir los ojos-.
La señora le rebuscaba frenéticamente el bolsillo izquierdo, después el derecho y otra vez el izquierdo. Como si esto fuera poco le gritaba. Y qué chillido: “¡Ladrona dame mi celular, mi celulaaar!”. Con la otra mano blandía una cartera a modo de amenaza muy cerquita de la cara de la joven. Cuánta furia.
La chica tenía cara de todo menos de sospechosa. Vergüenza o impotencia, tal vez, pero esa cara se aproximaba más al susto que a la culpa. Tenía ese aspecto que seguro tendría yo si me desnudan en un auditorio...
Total, la señora no encontraba su celular y estuvo a punto de darle un carterazo, pero se contuvo. Corrió hacia adelante; mejor dicho, se columpió cual chimpancé de un tubo al otro hasta la cabina del conductor. Golpó insistente la puerta de plástico mientras le gritaba que llame por la radio a un guardia para que registren a “la ladrona” en la siguiente estación.
No había radio.
La señora regresó donde la acusada, esta vez casi resuelta por el carterazo. Pero justo aparece un buen hombre -de esos que sí se enteran de lo que pasa porque no llevan audífonos ni letargo-. La detuvo a tiempo y le dijo: Señora, no sea grosera. Ya le rebuscó y no encontró nada. “Pero ella estaba aquí, pegada a mi bolso”. “Y los que se bajaron ahorita en el Baca Ortiz también. No le vio a ese chico…”. (No recuerdo las palabras exactas)
Pero ella no cesó los gritos ni el cateo por lo que el buen hombre reaccionó enérgico y cerró el caso con un rotundo: ¡No tiene su celular, no le humille más!
Resignada, más por el susto del grito que por la contundencia de la evidencia, la señora desistió de su papel de víctima-fiscal y se disculpó con una mueca. La pérdida del celular y la vergüenza de una falsa acusación se confundían, o conjugaban, en un único y compungido semblante, casi indescifrable.
Indicios
No se sabe si ocurrió hace un rato o hace siglos o nunca.
A la hora de ir a trabajar un leñador descubrió que le faltaba el hacha.
Observó a su vecino. El vecino tenía todo el aspecto de un ladrón de hachas. Estaba claro: la mirada, los gestos, la manera de hablar.
Unos días después el leñador encontró el hacha que había perdido. Y cuando volvió a observar a su vecino comprobó que no se parecía para nada a un ladrón de hachas. Ni en la mirada, ni en los gestos, ni en la manera de hablar.Eduardo Galeano
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